Así es ella.

Ellender era de esas personas que colocaban los puntos sobre las "íes", los rabitos de las "tes" o las tildes –según qué idioma- tras haber escrito una palabra completa.
No le gustaba que el pelo mojado se le pegara a la espalda nada más salir de la ducha, se lo envolvía con una toalla lo antes posible y se inundaba del vapor de la estancia después.
No le gustaban las personas que hacían ruido al comer, ni aquellas que hacían preguntas tan evidentes que resultaban molestas.

“Ellen, ¿ya has llegado?”
“No, acabo de entrar por la puerta, pero era broma”.

Siempre temía pillarse los dedos con alguna puerta al cerrarla tras de sí, y aún sabiendo lo altas que podían ser las probabilidades, nunca las cerraba tirando del pomo.
Cuando se le salían los cordones, siempre aprovechaba que los semáforos se pusieran en rojo para metérselos en las zapatillas, nunca se los ataba correctamente.
Le hacía gracia chafar las preguntas retóricas.

“Vaya, y el tío va y me dice eso, como si nada, ¿no es gracioso?”
“No”.

Le encantaba utilizar el sarcasmo y el humor retorcido, pero pocas personas lo entendían, siempre terminaba riéndose ella sola. Sin embargo el humor estúpido le hacía bastante gracia.
No le gustaban los niños, y odiaba a la gente que se menospreciaba continuamente aún a sabiendas de que no lo pensaba realmente, simplemente para buscar elogios y buenos comentarios.

Pero, sobre todo, ella era cabezota, muy cabezota. Si algo se le metía entre ceja y ceja, lo veía siempre como la primera prioridad, descartando todo lo irrelevante para otra ocasión, o quizás para guardarlo en un cajón definitivamente y no sacarlo nunca más.
Y ahora tenía una prioridad.
Tenía, tuvo…tiene. Realmente siempre había estado ahí.

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